La única que se dio cuenta soy yo: Gustavo tiene un sol entre los ojos. Un pequeño sol colorado, de rayos desparejos, como despeinado en los bordes... Cuando Gustavo mira, enciende cada cosa que mira.
La primera vez que lo advertí fue cuando puso antorchas a lo largo de la escalera de la escuela, una sobre cada peldaño, a medida que bajábamos. Me asombré tanto, que no pude decir nada. Otra vez, prendió las cortinas del salón de música. Yo estaba ubicada en la grada junto al ventanal y sentí que las espaldas me ardían de repente. Inquieta, busqué a Gustavo entre el grupo de chicos que cantaban al lado del piano. Lo sorprendía mirando fijamente en dirección a mí.
Más tarde, cuando le pregunté cómo era posible que nadie más se diera cuenta, me contestó con una larga sonrisa. ¡Pero una tercera vez encendió un mediodía a las once de la noche! Fue en el mismo momento en que finalizaba la fiesta de mi cumpleaños y nos despedíamos con un beso ligerito en la puerta de mi casa. Entonces ya no pude soportar su silencio ni un minuto más.
-¿Cómo explicártelo? –me dijo, medio avergonzado, cuando le exigí que respondiera a mi por qué. -Ni yo entiendo bien qué es lo que me está pasando... Parece que solamente nosotros dos lo notamos... ¿Vas a ser capaz de guardar el secreto, no? Le aseguré que sí sin pensarlo, porque lo cierto era que ya no podía desoír las ganas que tenía de confiarles a todos mi maravilloso descubrimiento.
Contárselo a la maestra frente al grado, eso es lo que hice.
De puro tonta nomás, una mañana quebré lo prometido y me decidí. –Señorita... –le dije- ¡Gustavo lleva un sol entre las cejas! ¿Usted no lo ve? La maestra se balanceó en su silla, divertida. Las risas de mis compañeros sacudieron el aula. Gustavo me miró asombrado y la sala pareció quemarse. Allí estaba su sol, más brillante que otras veces, abriendo un caminito rojo con sus rayos. Un caminito que empezaba en su cara y terminaba en la mía. Un caminito vacío, completamente en llamas. Fulminante. -¿Qué fantasía es esa? –exclamó la maestra-. ¡El único sol que existe es aquél! – y la señorita señaló el disco de oro colgado de una esquina del cielo, justo de esa esquina que se dobla sobre el patio de la escuela. -Se burlaron, ¿viste? –me susurró Gustavo no bien salimos al patio. -¿Qué necesidad tenías de divulgar el secreto? ¿Acaso no te basta con saber que es nuestro?
Sí. Ahora me basta. Aprendí que es inútil pretender que todos sientan del mismo modo. Aunque sean cosas muy hermosas las que uno quisiera compartir... Desde entonces, no he vuelto a contárselo a nadie. Pero esta maravilla continúa desbordándome y necesito volcarla, al menos, en mi cuaderno borrador. Por eso, escribo. En los recreos, casi siempre sigo siendo sólo yo la que juega con Gustavo. –Es un pibe raro... –murmuran los demás chicos. Y tienen razón. Sí. Gustavo es un muchacho diferente, pero por su sol, que únicamente yo tengo el privilegio de ver. ¡Y es hermoso ser distinto por llevar un sol entre los ojos! Gustavo. Mi más querido amigo.
Pasamos las tardes de los domingos correteando por la plaza y él sigue encendiendo cada cosa que mira, una por una: El agua de la fuente se llena de fogatas. La arena bajo el tobogán es una playita incendiada. Los árboles lanzan llamas a su paso y hasta las mariposas, si las toca su mirada, son fósforos voladores...
Ahora que lo escribí, el secreto ya no me pesa tanto... Estoy contenta y, sin embargo, tengo una duda: ¿seré yo su amiga más querida? Me parece que sí, porque aunque no se lo pida, Gustavo viene a buscarme a través de su caminito en llamas... Cuando llueve, él se apura a regalarme sus tibios rayitos... Cuando estoy triste, ilumina mi vereda hasta hacerme sonreír... Por eso, aunque nadie lo vea, aunque me hayan dicho que es un disparate, aunque me vuelven a repetir cien veces que es imposible, yo estoy segura, yo lo creo: Gustavo tiene un sol entre los ojos.
-Elsa Bornemann
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